Hablamos en una entrada anterior de cómo la situación del COVID-19 es algo muy similar a vivir las etapas del duelo; porque, la verdad, vivimos un duelo. Hemos perdido todo aquello que nos era normal, nuestro día a día como seres humanos, las interacciones que dábamos por sentado y hasta las actividades que nos parecían tediosas nos provocan nostalgia. Nunca había añorado tanto ir al banco.
Y es que, aún si no has sufrido el virus en carne propia, tal vez lo has tenido cerca. Pero, más allá de eso, es todo lo que conlleva esta pandemia, lo que sacudió tu mundo y el estatus quo. De pronto entendemos la fragilidad de las cosas y cómo algo tan pequeño puede desbalancear y hasta desintegrar la estructura socioeconómica en la que vivimos.
Tengo 33 años de edad y soy la clásica descripción del millenial que es un tanto antisocial. Para mí nunca fue un castigo quedarme en casa, pues todo lo que disfrutaba hacer lo tenía ahí: la computadora, los videojuegos, libros, cómics. Y aún de joven/adulto, nunca fui fanática de estar en lugares con mucha gente. Por ello, cuando comenzó la pandemia, mi pensar fue que no tendría problema con encerrarme en casa, y más porque gozo de un trabajo que me permite hacer 100% home office. ¡Hey! ¡Toda mi vida me he preparado para ello!
Sin embargo, no tomé en cuenta otras cosas.
Acostumbrarme a salir aún menos y con todo tipo de protección fue sencillo; levantarme para ir a las 7am al supermercado y evitar aglomeraciones fue también fácil (ya lo hacía desde antes). Hacerme a la costumbre de lavar a profundidad todo aquello que llegara a mi casa (despensa, garrafones de agua, paquetería, etc.), fue tedioso al inicio, pero no había problema.
Para lo que olvidé prepararme fue para pensar que mi trabajo estaría tambaleando constantemente, pensando todos los días que tal vez el día de mañana tendrían que decirme adiós.

Toda la vida he sido cautelosa y, desde que me casé, he procurado que tengamos siempre un “colchón” en nuestra despensa, para alguna emergencia. Y me sentía orgullosa de ello. Pero hoy, cada vez que abro mi alacena, calculo cuánto tiempo podríamos sobrevivir con lo que tenemos aquí si el día de mañana no hubiera ingresos. Sí, desde hace años me preparé para una situación de esta índole (aunque, siendo honestos, siempre creí que sería por una guerra nuclear o un apocalipsis zombie), pero nunca imaginé que llegaría el momento de tener que utilizar esas reservas. Pudiera ser dentro de un año, pudiera ser dentro de una semana.
Como mencionaba, mi forma de ser me ayudó a no extrañar las interacciones sociales… pero no me preparó para alejarme de mi familia.
Mi costumbre de visitarlos cada fin de semana se redujo a 1 vez al mes o menos, y debo confesar que es doloroso no poder abrazar/besar a tus padres. Cada vez me convenzo a mí misma que lo hago por amor a ellos, porque la idea de que yo pudiera ser asintomática y poner sus vidas en juego por no aguantar las ganas de abrazarlos, me llena de terror. Las palabras “abrazo mortal” tomaron un significado completamente distinto.
Sé que todos estamos tomando todas las medidas necesarias, pero también sé que he tenido que salir algunas veces… y que, aún con todas las precauciones, basta un simple descuido para contagiarte. Y sé también que puedo ser portadora del virus de manera asintomática, por lo cual no me atrevo a tener contacto físico.
Muchas veces es difícil entender cómo una enfermedad puede afectar más allá del enfermo y basta con preguntar a los familiares de pacientes con cáncer, diabetes avanzada o alguna condición de vida como la parálisis cerebral. Pero, hoy por hoy, todos lo estamos viviendo de una u otra manera a gran escala.
El COVID-19 es un virus que ha venido a sacudir nuestro mundo y nos ha obligado a aprender de nuevo a vivir, con nuevas reglas y diferentes condiciones. Ha quebrado tanto, pero también ha fortalecido mucho.
Mi pregunta es: A ti, ¿Te ha doblado o te ha reforzado?